Un día me mata. Sin duda. ¿Para qué te sientas en el cristal de la mesa? Después de oír aquel ruido y bajar corriendo... oí gritos, te vi blanco. Cuando miré tu cabeza, qué alivio. Estaba bien. Cuando miré tu espalda... no fue lo mismo. Un cristal de un cm y medio de alto. Unos dos mm de ancho. Una barbaridad. No se veía la profundidad. Tu cara de susto, lo decía todo. No te dolía, pero lo sentías. Sentías que había algo. Algo ahí. En tu espalda. Por la columna. Encima de los riñones. Un cristal. Metido verticalmente. Algunos raspones más estaban junto a él. Pero no era mi centro de atención.
Estabas blanco y frío. Estabas tan blanco y frío como un suelo de mármol en invierno. De hecho, cuando cayó el cristal de tu espalda era todo mejor. La herida abierta, daba escalofríos. Te mareas y te tumbas en el suelo. De mármol. Estamos en invierno. El suelo en comparación contigo era una estufa y estaba negro.
Vamos al ambulatorio, donde te curan la herida. Dos cm de profundidad. Te dan puntos y grapas. Te cortan las capas de piel que estaban levantadas en el raspón. Volvemos a casa y ordenamor la mesa. Quitamos los trozos. Dos pajaritos del centro rotos. Los demás la mayoría con el pico partido. Ahí estoy yo, limpiando el paño y la toalla de sangre. Deja el agua roja. Es desagradable, pero lo hago. Por ti. Me has tenido muy preocupada.
Ponemos una tabla de madera en el lugar donde debía estar el cristal. Ese cristal que estalló en mil pedazos. Te sientas en el sofá con dificultad. Todo está bien. Mi corazón vuelve de la punta de la lengua a su sitio. Entre los pulmones. Tus palabras me llenan de alegría. "Al menos he sido yo, y no ninguno de vosotros". Qué bueno eres. Estás dolorido, aturdido, pero aún así piensas en nosotros. A pesar de tener bajo esas gasas y esparadrapos unas rozaduras gigantes sin piel, y una gran herida a la que le pusieron puntos y cuatro grapas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario