lunes, 7 de mayo de 2012

D.E.P

Y mientras nos dirigimos hacia el último lugar en mi vida en el que quiero estar, pienso en todo lo que he vivido junto a él, en el shock que sufrí en cuanto me lo dijeron, en lo mucho que le echo de menos. Hemos llegado y estamos aparcando, y pienso en lo que debía sentir él sin poder conducir. Bajo del coche, veo a todos vestidos de negro. Yo destaco por mi falda a cuadros y mi chaleco rojo, el uniforme del colegio. Nos aproximamos a la entrada y saludo a todos los tíos, primos, amigos... la abuela. Con sus ojos rojos y llorosos, veo el dolor que transmite. Una lágrima recorre mi mejilla y recuerdo que esa misma lágrima fue la que no quiso salir ayer mismo, mientras estaba de pie, sin poder moverme; aturdida, confusa, paralizada. En aquel momento sentía tristeza, alegría, furia... Una explosión de emociones que se juntaron, consiguieron que no sonriese. No llorase. No enfureciese. Simplemente me quedé ahí, pensativa. Pensaba por qué no decía una palabra, por qué no me movía, por qué no soltaba una mísera lágrima como tantas veces había imaginado que sería. Entramos a la misa y me siento delante del todo, junto a la abuela. Siento que quiero abrazarla, consolarla, animarla. Mas no puedo. No me atrevo. No saco el valor suficiente para decirle a la abuela que lo único que quiero en ese momento es aliviar su dolor. El párroco comienza a hablar. Habla sobre la vida, el cariño, la familiaridad y la amistad... Trata de hacernos recordar, y ni siquiera sabe cómo era él en realidad. Nunca olvidaré esas meriendas de pero y queso fresco recién cortado que se tomaba junto a un café solo. Siempre me daba uno, se lo pidiese o no. Y mientras él merendaba los niños jugábamos con su bastón de metal oxidado de mango negro. Ese bastón que en alguna ocasión había utilizado como muleta. El párroco continúa hablando, miro a mi alrededor. Todos lloran, pero yo aún no siento la necesidad. Miro a la abuela sentada a mi derecha y creo que piensa lo mismo que yo, pueso sus ojos, a pesar de enrojecidos, están secos. Le doy un beso en la mejilla mientras recuerdo que a él siempre se lo daba en la frente, pues su bigote pinchaba. Su frente brillante y su media melena peinada hacia atrás. Ahora mismo lo que más deseo es verla de nuevo, mientras él se ríe mirándome diciéndome su mítica frase. Esa frase... Todos la conocemos. Me miro el pelo, hoy lo llevo suelto. Recuerdo de nuevo su frase, me gustaría escucharla de nuevo salir de su voz, entre carcajadas. Y es que él siempre estaba riéndose. Miro a su hermana, sentada al otro lado de la abuela, llorando. Y me inhunda una tristeza profunda al pensar que él murió sin saber que su otra hermana había muerto años atrás. Pero para qué decírselo, él estaba perdiendo la cabeza por momentos... Por mucho que dijeran los demás, cuando fui a verle al hospital por segunda y última vez, él me recordaba. Recuerdo perfectamente esos ojos verdes que me miraron fijamente sonriendo a medias, como podían, procurando no preocuparme; mientras él me apretaba mi muñeca con su mano izquierda. Y es que él siempre tuvo una fuerza inmensa. Desearía sentir una vez más esas manos tibias apretando mi antebrazo mientras él ríe al ver que intento soltarme mas no puedo... El párroco está a punto de terminar, y mientras pronuncia unas últimas frases, mis ojos se inhundan inmensamente y caen lágrimas desconsoladas recorriendo cada centímetro de mis mejillas hasta terminar en mis labios, en mi cuello, en mis manos. Mientras el párroco se aproxima dando el pésame a los que estamos sentados en el primer banco, miro a mi al rededor, todos lloran. Ahora recuerdo que nunca le vi llorar. Tuvo una vida difícil, pero sin duda feliz. Nos levantamos del banco y me acerco a mis primas que, abrazadas, lloran. Me uno al abrazo que tanto necesito en este momento y durante unos instantes ahí permanecemos las tres, unidas por un abrazo, dejando a la luz nuestro pesar mientras nos consolamos las unas a las otras. Cuando nos separamos es porque ha llegado el momento de seguir, tras el coche, el camino que nos lleva al crematorio. Miro al cielo con mis ojos que sollozan, está chispeando. Llegamos, y mientras esperamos papá y yo vamos a ver a su padre, enterrado allí. Le dejamos un pequeño ramito de flores que hemos comprado para él y quitamos las flores secas que han caído en el olvido. Mientras miro las flores que ahora reposan sobre la tumba de mi abuelo paterno, recuerdo que mamá me dijo una vez que las flores favoritas de su padre siempre fueron las lilas. Ahora entiendo por qué siempre hubo lilas creciendo en el campo... Volvemos con los demás y mamá sostiene la urna. Nos despedimos, y mientras nos dirigimos a Constantina, mamá no habla. Papá y yo cortamos el ambiente charlando, yo procurando olvidar por un momento el sentimiento de dolor que me inhunda. Llegamos, nos situamos tras la iglesia, un lugar escondido. Papá saca una pala y hace un hoyo en la tierra. Mamá esparce las cenizas con pesar. Papá las entierra y le planta unas flores encima, no sé si para disimular o para decorar. Creo que ambas cosas... Tras unos minutos volvemos al coche; volvemos a casa. Miro la cinta negra que está atada a mi brazo y lo único que pienso es que desearía que nada de esto hubiera sucedido, y que ahora, en los corazones de cada uno que lo conoció, está escrito: Rafael Sánchez Lozano, 1921-2010. D.E.P.

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